La ilusión de unir sus vidas era todo lo que tenían en sus mentes Ebed y Camilo. La casa campo, adornada con flores y luces, se preparaba para recibir a los invitados, quienes llegarían para celebrar el amor de la joven pareja. Todo parecía estar dispuesto para una noche llena de risas y felicidad. Ebed y Camilo, se preparaban para dar el “sí, quiero” con el que sellarían el inicio de su vida juntos. Nadie podía imaginar que la alegría se transformaría en un dolor que los marcaría para siempre aquel 1 de junio de 2024.
En medio de la celebración de aquella noche, el aire se cargó de una tensión palpable. La lluvia, que hasta entonces había sido una melodía suave, se convirtió en una sinfonía de gotas furiosas que golpeaban el techo de la casa campo. Dentro, la alegría de la boda se mezclaba con la inquietud de los invitados. La música, ahora sonaba como un presagio.
Un estruendo ensordecedor, un crujido que partió el corazón. El cielo se abrió, no solo por la lluvia, sino por la tragedia que se abatía sobre la fiesta y el techo se vino abajo. La música se apagó, la risa se convirtió en un grito de horror, y el aroma del pastel de boda se mezcló con el polvo de la destrucción.
En medio del caos, las luces que iluminaban la fiesta se apagaron, dejando a los invitados en la oscuridad, buscando a sus seres queridos entre los escombros. La alegría de la boda en segundos se convirtió en llanto.
Las sirenas de las ambulancias rompieron el silencio, anunciando la llegada de la esperanza y la desesperación. Las manos que se aferraban a la vida se entrelazaban con las de la muerte.
La tragedia se llevó consigo la felicidad de la boda, dejando un vacío que solo el tiempo podrá llenar. Las lágrimas de los familiares de las víctimas se mezclaron con la lluvia, creando un río de dolor que recorrió la ciudad.
Naileth Guerra Ochoa, de 22 años, Saray Michel Vega Manga, de 12 años, Hilda Rosa Hernández, de 56 años, y Jesús Andrade Guerra, de 26 años, fueron arrancados de la vida en un instante. Sus sueños, sus risas, sus historias quedaron atrapadas en los escombros.
La casa campo, que debía ser un lugar de celebración, se convirtió en un mausoleo. Las flores que adornaban la boda se marchitaron, dejando un aroma de tristeza en el aire y el eco de la tragedia que aún resuena en quienes lloran la pérdida de sus seres queridos.
Han pasado cinco meses desde aquella fatídica noche que dejó un velo de melancolía en la vida de quienes fueron testigos de la tragedia. En medio del dolor, la esperanza, como una llama tenue, lucha por encenderse de nuevo, buscando consuelo en la memoria de quienes se fueron y en la fuerza de quienes quedaron.
Por. Brayan Davian Ospino Zuluaga